domingo, 22 de julio de 2018

La señora Margarita


En mi juventud hubo un tiempo en el que el deseo por tomar distancia de mi padre comenzó a hacerse latente; deseaba mi independencia y huía con denuedo de todo cuanto tuviera que ver con él. Fue en mi paso como estudiante universitario cuando comencé a trabajar fuera de su negocio para evitar en lo posible cualquier acercamiento con él. En uno de esos años me vi en la necesidad de suspender por un semestre mis estudios de ingeniería, tiempo que ocupé en no sé qué cosas, pero una de ellas fue entrar a trabajar como vendedor de autos por autofinanciamiento en Inbursa. Era un trabajo que no requería de un horario fijo y en el que además gozaba de cierta libertad. El trabajo de vendedor es un trabajo en el que se goza de libertad, pero también requiere de ímpetu y un deseo permanente por crecer.
Mi lugar de trabajo era un espacio dentro del centro comercial Plaza Galerías, sitio que compartía con otros compañeros de mi edad y cuyo grupo de ventas era liderado por una señora que se llamaba Margarita, mujer de unos cincuenta años, delgada, bastante dicharachera en el trato y en el vestir; su forma de ser, jovial y alegre, hacía un juego perfecto con nuestra juventud, lo que generaba un grato ambiente de trabajo. Margarita solía llamarme Don Alan, a pesar de que por entonces yo tenía menos de veinticinco años.
Quizá resulte extraño, pero Margarita me gustaba y sentía hacia ella una atracción morbosa, una curiosidad lasciva por saber lo que sería estar con una mujer de su edad. Charlábamos mucho y puedo decir con total seguridad que yo era para ella una persona confiable y que entre nosotros se fincó una buena amistad con cierto grado de intimidad. Cada tarde, después del trabajo, ella me acercaba en su auto a la estación del metro más cercana y en el trayecto hablábamos de cualquier cosa; a veces, cuando ella usaba falda, yo solía mirarle las piernas que se iban desnudando poco a poco con el manejo de los pedales. A veces lograba ver la mitad de sus pechos de piel clara a través de su blusa, otras sólo me contentaba con apreciar su torso a través de una blusa blanca de tela traslúcida, al fondo, como en un óleo realista y difuminado, veía su cuerpo, con el sujetador siempre sobresaliente negándome sus pechos.  Margarita era delgada, guapa, de cabello rizado y piel clara. Una vez me confesó que había tenido una aventura con uno de mis compañeros pero que éste había terminado por enamorarse y eso la llevó a terminar con el idilio. Ese relato despertó en mí una especie de envidia, pero jamás dije algo al respecto. Ese aire de suficiencia que externaba, la experiencia, las cicatrices que deja el paso de la vida y que leemos inconscientemente como experiencias, generaban dentro de mí un deseo morboso de acercarme a ella. Ahora que me encuentro en el albor de los cuarenta años y que por pura concordancia me relaciono con mujeres de mi edad, vuelvo a descubrir esa misma sensación que experimentaba con Margarita. A los veinte años es la belleza física y la ilusión lo que principalmente te atrae de las mujeres de tu edad; pasando los 30, y más aun rondando los 40, no sólo es la belleza lo que las hace atractivas, sino también la experiencia. Las mujeres a esta edad llevan consigo una doble carga de atractivo que las vuelve irresistibles. Detrás de su mirada va todo el conocimiento acumulado de años atrás; las cicatrices tanto físicas como del alma, son testimonio de todas esas historias que tienen para contar; son narraciones de éxito, de naufragios superados de los que no siempre se sale bien librado y que a su paso dejan corazones más fuertes. Alrededor de los cuarenta años las mujeres aún mantienen el atractivo propio de la juventud, pero ahora llevan consigo el brillo que sólo brinda la experiencia.
Pero quizá es momento de reconocer que la experiencia también puede atemorizar y en este sentido es como cuando se está en el borde de un peñasco. Paradójicamente es el temor a la caída lo que nos acerca al precipicio, y nos asomamos, nos mecemos en la orilla, se produce en nosotros un morbo, quizá por la muerte, quizá por la caída, y a veces así es ante la experiencia, una combinación placentera entre el temor y el deseo, entre el aventurarse y el permanecer. Quizá en este caso fue el temor quien venció la batalla dentro de mí y jamás hice intento alguno por llegar a algo con Margarita. O quizá ella jamás tuvo interés alguno en mí.  
Una noche Margarita me invitó a cenar en su casa con su familia. Me dijo que podía quedarme y yo no quise. Me marché a casa. Tiempo después dejé de trabajar para el banco y jamás volví a saber algo de ella.