Yo alquilaba un
departamento en el municipio de Huixquilucan donde viví tres años realmente
maravillosos hasta que mi negocio tuvo una de sus peores épocas y me vi
obligado a mudarme.
Pienso que fue
alrededor del año y medio cuando la arrendadora me mandó llamar a su oficina.
Cuando entré había una mujer sentada en una silla. Nos saludamos. Era guapa. La
arrendadora nos presentó, “te presento a Paty, será tu vecina de cajón*; dale
tu teléfono para que se puedan comunicar por si tú o ella van a salir”
Así fue que a
partir de entonces Paty y yo nos
veríamos forzados por el destino a mantenernos en un contacto constante.
Compartiríamos dos cajones en fila, así que debíamos ponernos de acuerdo en los
horarios o mover el auto si alguno de nosotros deseaba salir.
Paty era
delgada, de tez clara. Era muy guapa, con una boca más grande del promedio. Paty
y yo teníamos la misma estatura, aunque a veces ella lucía más alta por las
zapatillas que usaba. Trabajaba en una dependencia de gobierno como ejecutiva,
así que verla formalmente vestida era un deleite. Perfumada, perfectamente
peinada, con el rostro retocado apenas, con su atuendo de ejecutiva, era un
festín para la vista.
Llegó a haber
días en los que yo precisaba salir temprano, así que le enviaba mensajes a Paty
pidiéndole que en cuanto llegara me avisara para dejarla pasar al frente y no
tener que molestarla en la mañana. Ese cambio lo hacíamos en la noche y fueron
noches en las que nos quedábamos platicando largo rato en el estacionamiento.
En esas charlas supe muchas cosas de Paty que fueron acrecentando un interés
inusual en mí hacia ella. Paty era soltera, había uno o dos años de diferencia
en nuestra edad, no tenía hijos, había regresado de Montreal hacía apenas un
par de años tras una ruptura amorosa, hablaba inglés y francés, tenía
aspiraciones en la vida fuera de lo tradicional, deseaba viajar, tener una
pareja, crecer como persona.
Fue a lo largo
de las noches, de esas pláticas improvisadas, como Paty fue despertando en mí
un interés y una forma de esperanza que hacía tiempo no sentía. Ella era mi
ideal de mujer materializado, así la vi, así lo sentía al estar con ella. Y
había algo que resonaba en mi cabeza, una de esas noches en que platicábamos en
el estacionamiento me dijo que tenía la esperanza de encontrar a alguien, que a
pesar de la decepción que había sufrido deseaba una relación, que no quería
pasar sola el resto de su vida.
No lo sé, pero a
veces, en el drama de la autoconmiseración, un poco a la manera de esa canción
de Radio Head, Creep, tengo la sensación de que Paty estaba en un nivel superior
al mío, y no me refiero al nivel económico, ni social o cultural, sino a un
nivel personal más arriba.
Quizá era su certeza de saber lo que deseaba, la madurez de sus aspiraciones, la seguridad con
la que se movía por el mundo y el desapego de todas las cosas que, por el
contrario, a mí me mantenían prisionero. Me da por pensar que vio en mí a un
novato en el arte de vivir.
Llegue a salir
en algunas ocasiones con ella. Una mañana bebimos café juntos; una tarde le
preparé sushi y comimos en mi departamento; otro día fuimos a un restaurante
argentino; tiempo después me pidió que la acompañara a comprarse un nuevo
teléfono. Y fue todo.
Días después la
invité a salir, “tengo planes con mi prometido”; me paró en seco.
Aun así seguíamos
hablando en las noches, como si nada hubiese pasado. Una de esas noches posteriores,
Paty lloraría de impotencia y me enteraría que su prometido era divorciado y tenía
un hijo. Ella se sentía desplazada, relegada a segundo término, pero eso es
algo que siempre habrá de suceder cuando uno se relaciona con personas que
tienen hijos: los hijos siempre estarán primero.
Aquello no pasó
a mayores y Paty siguió con sus planes de boda. Yo la fui olvidando con el
tiempo, un día me mudé y ni siquiera le avisé.
Ahora que escribo esto han pasado más de dos
años desde la última vez que tuve contacto con ella. No sé si en verdad se casó,
no he vuelto a saber más de ella.
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