Tenía alrededor
de 15 años cuando sostuve una pelea a golpes con un chico de la misma calle a
quien le apodaban “El vida”.
Al paso de los
años el rencor fue desapareciendo y de un momento a otro nos saludábamos en la
calle. A veces me lo encontraba comprando cervezas en la tienda, algunas otras
acompañado de su esposa o volviendo del trabajo.
El Vida es un
tipo un poco más alto que yo, delgado pero de complexión robusta; caminaba con
soltura, casi siempre portando sus botas de trabajo, lo que hacía que sus pasos
fueran acentuados. Somos de la misma edad, así que intuía que la sensación de
sí mismo era idéntica a la mía; a los 39 años aún eres joven, entusiasta, lleno
de vida.
Pero una tarde
en la que yo llegaba a visitar a mí padre lo vi a lo lejos tratando de caminar
apoyándose de una andadera; por un momento dudé, pero conforme me fui acercando
me di cuenta que en verdad se trataba de El Vida. Su cuerpo no le respondía, se
tambaleaba como si tuviera párkinson. Le pregunté qué le había pasado y no pudo
contestarme, tampoco podía hablar. No quise insistir, le dije que se cuidara y
me despedí. Esa imagen de El Vida en ese estado me impactó, me dolió en el
alma.
A veces, cuando
voy a la casa de mi papá lo encuentro sentado en una de las esquinas de la
calle. Nos saludamos. Ya han pasado algunos meses y aunque ya puede medio caminar
sin ayuda de la andadera aún no recupera el habla. Me hace un gesto con la mano
y asiente con la cabeza, sonríe. Camina apoyándose de las paredes y los autos
estacionados a orilla de la banqueta.
Me da pena
verlo así, un hombre de mi edad, con toda la juventud y la energía y, sin
embargo, incapacitado a saber por qué razón.
Espero con honestidad
que pueda volver a ser El Vida de antes.
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