lunes, 26 de marzo de 2018

Eva


Tenía yo dieciocho años cuando ingresé a estudiar Química en la Facultad de Estudios Superiores de Cuautitlán, en el campo número uno de la UNAM. Venía por entonces de un descanso obligado de poco más de un año, tiempo que me tomó aprobar el examen de ingreso tras tres intentos hechos.



Eva acudió a la universidad al segundo día de iniciado el ciclo escolar. La demora, que parecía irrelevante entonces, al paso del tiempo supe que sería uno de sus sellos personales.
Eva apareció al día siguiente y fue cuando la vi por primera vez. Llevaba un pantalón de mezclilla con peto y tirantes, botas negras de trabajo; el cabello le caía revuelto hasta  apenas rozar sus hombros. Venía caminando por el pasillo con cierto desinterés y fastidio, no sé cómo fue que la abordamos pero ahí se dio nuestro primer contacto.
Eva se convirtió en la mujer más guapa del salón y comenzó a serlo también para estudiantes de grados más adelantados que apenas la vieron comenzaron a abordarla.
Han pasado más de veinte años desde entonces y me resulta casi imposible detallar cómo se fue dando nuestra amistad. Eva era –aún lo es- intolerante, honesta hasta la insensibilidad, fugitiva, inaprensible e inobjetable. Eva era –aún me lo parece- impenetrable, portadora de una coraza formada de indiferencia y cierto desprecio; era- lo sigue siendo- una mujer que así como llega desaparece, sin decir ni explicar absolutamente nada. A pesar de ser en cierta forma una mujer complicada nos hicimos muy buenos amigos.
Pero sucede que desde que la vi aparecer por ese pasillo Eva me gustó: quería quererla, quería amarla, pero se trataba de Eva.
Sabiendo que forzar las cosas no funcionaría apelé al tiempo, a la convivencia, al fluir de los días en los que la íbamos pasando juntos. De entre nuestro grupo de amigos ella y yo éramos como dos amigos independientes que se unían a ellos. Nos telefoneábamos después de las horas de la universidad y hablábamos mucho, muchas horas, muchos días, todos los días. Comencé a desear todo con ella, todo lo que a esa edad se puede tener.
Un día me puse a reunir recursos entre los compañeros para poder invitarla a comer. Era un universitario y como tal apenas tenía lo suficiente para mis gastos diarios. A base de préstamos junté lo suficiente y nos fuimos a Los Remedios, a esa plaza de estilo colonial al lado de la iglesia del mismo nombre en el municipio de Naucalpan. Esa tarde, después de la universidad, nos acomodamos en una mesa en una pequeña fonda. Pedimos pambazos y dos bolas de cerveza. Hablamos, hablamos mucho, de todo, de nuestra vida, de nuestras penas, de nuestras frustraciones de juventud.  La tarde se nos vino encima y nos pidieron que nos retiráramos porque cerrarían el local. Decidimos pasar a una cantina unos locales más abajo y bebimos un par de cervezas más. Cuando salimos de aquel lugar yo ya estaba ebrio y supongo que ella también. La acompañe a la avenida donde abordó el transporte rumbo a su casa; yo aún debía caminar cerca de un kilómetro para tomar el transporte hacia mi casa, en el camino quise orinar y decidí hacerlo en un parque que se encontraba completamente a oscuras pero, no sé cómo ni de dónde salió, apenas pasaron unos segundos cuando una oficial de policía apareció detrás de mí alumbrándome con su lámpara. Me llevaron a la patrulla y de ahí al municipio acusado de faltas administrativas. Estuve encerrado cerca de tres horas, las mismas que pasé leyendo  Doña Barbara, de Rómulo Gallegos, que me permitieron meter a la celda y que leí mientras el alcohol salía de mi organismo y mi padre acudía a pagar la multa para que me dejaran salir.


Cuando subí al auto de mi padre y tras avanzar unos metros, me dijo que Eva había estado llamando para saber de mí. Ya era noche y aún algo de alcohol fluía en mis venas. Eva estaba preocupada por mí y saber esto fue como una pequeña palmada de aceptación en mi espalda, muy cerca y a la altura del corazón. Apenas entré a casa Eva llamó. Aún recuerdo esa noche y aún me conmueve.
Eva es trigueña, de cabello negro, y sus ojos también parecen serlo. Labios regulares, amplios. De menor estatura que yo. Eva es guapa. Eva jamás usaba maquillaje.
Ni siquiera tengo intenciones de narrar el momento en que le dije lo que sentía por ella, porque realmente fue una declaración mediocre. Sin embargo, días después era un joven de dieciocho años insuflado en su ego por ser el novio de Eva, la más guapa del salón, la que otros alumnos de grados más avanzados habían pretendido. Era yo, y aún hoy, por efímero que haya sido, me llena de orgullo. Pero no sólo por eso, sino porque a más de veinte años Eva y yo seguimos siendo buenos amigos.
Siempre me he preguntado por qué ella y yo no pudimos tener una relación más duradera, aunque es una pregunta absurda. Pienso que Eva fue una de esas relaciones equívocas en las que dos amigos piensan que el paso a seguir es el noviazgo; no siempre debe ser así, a veces se trata sólo de una buena amistad; o no lo sé. Lo rescatable, lo formidable, es que hemos perdurado la amistad.
Eva y yo terminamos nuestro noviazgo muy pronto. Paso el tiempo y volvimos a intentarlo. Fracasó de nuevo. No sé si estaba obsesionado con ella, ni recuerdo cuánto tiempo más guardé la esperanza en que volviéramos; Eva me gustaba, me agradaba tanto. Pasaron muchos días en los que ocasionalmente hablábamos sin que yo pudiera disipar de mi pensamiento y mi corazón la esperanza de volver con ella; así fue hasta un día en que llamé a su casa preguntando por ella, fue su hermana menor la que atendió el teléfono. Me dijo que no estaba. Pregunté si podría encontrarla más tarde. Se fue a los Estados Unidos con su novio, me contestó.
Ese fue el punto final de mis sueños, el derrumbe definitivo de mis esperanzas. Dejé de sostenerlas, dejé que el dolor fluyera y comencé el doloroso camino para desprenderla de mi pensamiento, como quien retira de la piel una larga espina muy lentamente.
Sin embargo, al paso de los años Eva me telefoneaba regularmente para saludarme. Nos perdimos la pista unos años hasta que la encontré en las redes sociales.
Eva ha sido una de las mujeres que han marcado mi vida. Una de las mujeres que han estrujado mi corazón, quizá sin saberlo. Es uno de los pilares que sostienen mi existencia, una de las mujeres que más que amado, una de las mujeres que han cambiado mi vida. Han pasado los años y guardo un estimable aprecio por ella. La memoria y el recuerdo de Eva se irán a la muerte conmigo, y seguro estoy que pensaré en ella y agradeceré a la vida por haberla puesto en mi camino durante tantos años. 

1 comentario:

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