jueves, 29 de marzo de 2018

Leslie


Dice Arthur Rimbaud  en su romance, On n’est pas sérieux quand on a dix-sept ans / et qu’on a des tilleuls verts sur la promenade (Uno no es serio cuando se tiene diecisiete años y hay tilos verdes en el paseo), y yo tenía alrededor de esa edad cuando mantuve un romance con Leslie, una muchacha de quince años que estudiaba la preparatoria en el Instituto Esperanza, en la colonia Tacuba de la ciudad de México.
Leslie era una amiga muy cercana y de muchos años de una de mis primas, y fue en nuestros juegos infantiles en casa de ésta última donde nos conocimos, y fue desde esa infancia que se formó una curiosa relación entre Leslie y yo, una relación que iba más allá de la simple convivencia, y que incluía besos y proximidades en cada ocasión que nos era propicia. En nuestros juegos infantiles con otros niños Leslie y yo procurábamos estar siempre juntos, y si se trataba de esconderse corríamos a ocultarnos juntos, y ahí, en nuestro refugio provisional, nos abrazábamos y nos besábamos. No sabría decir a qué edad comenzó a suceder esto, pero estoy seguro que fue siendo muy niño.
Hoy, mientras escarbo el mi memoria los detalles de aquel idilio, me da por preguntarme los porqué; qué había en esas dos mentes y en esos dos corazones infantiles que nos orillaba a buscarnos como dos enamorados apasionados. Era cierto –aún lo es- que Leslie era una niña muy bonita y a quien los adultos se referían como “La güera”, porque era de tez más clara a la mayoría de nosotros. ¿Qué pasaba en nuestros corazones? ¿Qué gusto había entre nosotros, dos niños de la más tierna edad?   


Leslie y yo nos besábamos en cualquier recoveco, ya fuera dentro de un armario, tras un ropero, bajo la cama o en una habitación vacía. Y así era cada que Leslie y yo coincidíamos en una reunión. No hablábamos –¿qué charla podíamos tener a esa edad?- y nuestra relación se limitaba casi exclusivamente a la convivencia y a los besos.  
Pasaron los años y los amores y desamores para ambos, hasta que un día Leslie me pidió que formara parte de las coreografías para la celebración de sus quince años y yo acepté: ¿cómo no iba a hacerlo? Así, pasamos a vernos de forma obligada durante varios fines de semana mientras duraban los ensayos. De esa convivencia en esa edad en la que gozamos de cierta libertad, Leslie y yo dimos inicio a una relación formal: comenzamos a salir juntos al cine, al café, a caminar por ahí, a charlar, y a seguirnos besando, sólo que ahora lo hacíamos sin escondernos. Siendo unos años mayor que ella, por entonces yo ya había terminado la preparatoria y me encontraba en un periodo de descanso obligado como consecuencia de no lograr aprobar el examen de ingreso a la universidad. Trabajaba en el negocio de mi padre, lo que me daba ciertas libertades y entre ellas estaba poder ir por ella al colegio e ir a sentarnos en los jardines de la Alameda Central, donde hablábamos por horas.
Aquí debo hacer un paréntesis. Entre ella y yo venía dándose desde la infancia una relación llena de pasión. En los primeros años era una pasión infantil, si es que a esa edad puede haberla. Así que ya en la adolescencia esa pasión tomo un sentido más concreto, más carnal, más desarrollado. Fue hasta esa edad cuando comencé a conocer su cuerpo, a acariciarlo, a sentirlo.    
Una tarde de reunión previa a la celebración de sus quince años, charlábamos en uno de los balcones que daban al patio central de su casa. Abajo, los adultos hacían su fiesta. De pronto la energía eléctrica faltó y nos quedamos completamente a oscuras. Leslie y yo comenzamos a besarnos, a rozarnos, a estremecernos. Entonces ella giró dándome la espalda, quedando su vientre apoyado sobre el barandal. Movía sus caderas empujándolas hacia mí, mientras yo deslizaba una mano bajo su blusa hasta tocar con mis yemas uno de sus pechos adolescentes. Así estuvimos varios minutos, acariciándonos, restregándonos el cuerpo, besándonos. Para mí, la relación con Leslie significó mi primer contacto con un cuerpo de mujer ya hecho, terminado. Fue con ella con quien experimenté las caricias a la oscuridad de los cines y en nuestras estancias en el auto.
Pero tenía yo diecisiete años y era un novato en los temas de amor. La relación duró muy poco, un tanto por mis conductas infantiles, otro tanto por las de ella. En nuestra inmadurez la relación no tuvo más que un futuro de algunos meses. El noviazgo se terminó.
Una tarde quise hacer uso de un movimiento ostentoso y desesperado para recuperarla; así recurrí a uno de esos actos impetuosos y que como tales, suelen ser torpes. Contraté los servicios de un par de músicos y me dispuse a brindarle una serenata pensando que eso podría remediar todos los males. Los detalles de aquella tarde he de omitirlos porque fueron vergonzosos, humillantes, a tal grado que Leslie salió corriendo y llorando. Tiempo después me comentaría que si hubiese hecho eso antes de que todos los problemas acabaran con nuestra relación, hubiese sido una muy grata experiencia. He dicho “tiempo después”, porque así sucedió.
Pasado alrededor de un año de lo ocurrido, no sé por qué razón, Leslie y yo comenzamos a telefonearnos de nuevo. Fue entonces, en una de esas prolongadas llamadas, donde tocamos el tema de las relaciones sexuales. Esa noche, de forma tímida, ambos confesamos que nos gustaría experimentarlo juntos. La reunión se planeó para dos semanas después, un domingo en la mañana. Quizá debió ser verano, porque recuerdo que había un sol y un cielo esplendidos.
No recuerdo dónde nos citamos, pero nos dirigimos al hotel Bonn, un hotel de 5 estrellas ubicado en Tacubaya, sobre el viaducto Migüel Alemán.  Hay una imagen que como una postal ha quedado grabada en mi memoria, y es la claridad que había en la habitación; por un lado estaban las blancas cortinas por las que entraba el sol y la impecable decoración del cuarto; a esto se sumaban las blancas sabanas del colchón y en medio de éste ambiente pulcro y brillante, el cuerpo desnudo, claro y juvenil de Leslie.    
Ese domingo abandonamos el hotel cerca del medio día y caminamos sobre la calle Salvador Alvarado hasta llegar a la estación del Metro Patriotismo. Fue un largo trayecto que anduvimos tan alegremente como jamás lo habíamos hecho. Jugábamos, sonreíamos, corríamos de una acera a otra, nos besábamos. Sería que nos hallábamos desbordantes de alegría por haber hecho realidad algo que hacía tantos años anhelábamos quizá sin saberlo, sin aún tener consciencia de ello. Aquella fue la primera y última vez que Leslie y yo hicimos el amor. Fue la culminación de una pasión que venía sacudiéndonos desde tantos años atrás y fue hasta entonces cuando nos tuvimos uno al otro en esa completa soledad que brindan los cuartos de hotel.
No sé cómo fueron los días y los meses posteriores, pero cerca de un año después me enteré que Leslie tenía novio y se encontraba embarazada. Tiempo después terminaría casándose con él y eso significó para ambos un distanciamiento definitivo.
Al paso de los años la he vuelto a ver en algunas reuniones donde hemos coincidido, sin embargo, apenas hemos intercambiado algunas palabras.  Actualmente ella tiene dos hijos adolescentes y la última vez que la vi fue en el funeral de mi abuela paterna. Sigue guapa como siempre lo ha sido. Me gustaría poder hablar un día con ella y charlar sobre esos años, quizá para comprender qué ha sido todo eso que vivimos desde niños, para saber qué pensaba y sentía ella.   Algunas noticias me han llegado de oídas, de rumores. Sé que su madre murió hace unos años, que su padre ha caído en mala salud. De su matrimonio no sé nada. Quizá un día de estos visite a mi prima y me anime a preguntarle qué ha sido de Leslie.    

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