Para el catálogo de los
sentidos existen muchas formas de halagarlos. Por ejemplo, para el sentido de
la vista encontramos su satisfacción en infinidad de cosas: una flor, una
playa, una aurora, un amanecer, un insecto, una mascota, la noche, el día, una
mujer, un hombre.
Para el oído es
similar: hay infinidad de canciones y sonidos que lo acogen y que lo deleitan,
son las melodías de las apacibles olas de un remanso, las notas de un piano, la
risa de un niño o el sonido del aire enroscándose en las hojas de los árboles.
En el gusto también
encontramos un universo de sabores en las frutas, los alimentos, las bebidas,
los besos, el sexo, el cuerpo, el vino, etc. Y ¿qué decir del olfato?
Innumerables son los aromas que encontramos en la naturaleza, en el manejo
artificial y su combinación en fragancias exquisitas; en el vapor aromático de
los alimentos, los postres y también las bebidas.
Sin embargo, en lo que
a mí respecta, para el sentido del tacto la cúspide de las emociones se
encuentra ocupada por la experiencia de tocar unos pechos femeninos.
Mi primer contacto con
ellos fue en la adolescencia al acariciar unos senos púberes a través de esos
suéteres gruesos del uniforme. Entonces, tiempo después, llegó la experiencia
del contacto a flor de piel: fue como sostener en la palma de la mano una yema
tibia, una yema que afortunadamente no se escurre entre los dedos ni se deshace
al presionarla. Son los pechos que siempre retornan a su sitio, que siempre
recuperan su bella forma.
El mayor placer de
acariciar unos pechos no sucede en el acto sexual, sino en la caricia
espontanea que sucede a cualquier hora.
Desde entonces extraño
cada momento en que mis palmas no reposan sobre unos.
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