Dice Arthur Rimbaud en su romance, On n’est pas sérieux quand on a
dix-sept ans / et qu’on a des tilleuls verts sur la promenade (Uno no es serio
cuando se tiene diecisiete años y hay tilos verdes en el paseo), y yo tenía
alrededor de esa edad cuando mantuve un romance con Leslie, una muchacha de quince
años que estudiaba la preparatoria en el Instituto Esperanza, en la colonia
Tacuba de la ciudad de México.
Leslie era una amiga muy cercana y de
muchos años de una de mis primas, y fue en nuestros juegos infantiles en casa
de ésta última donde nos conocimos, y fue desde esa infancia que se formó una
curiosa relación entre Leslie y yo, una relación que iba más allá de la simple
convivencia, y que incluía besos y proximidades en cada ocasión que nos era
propicia. En nuestros juegos infantiles con otros niños Leslie y yo procurábamos
estar siempre juntos, y si se trataba de esconderse corríamos a ocultarnos
juntos, y ahí, en nuestro refugio provisional, nos abrazábamos y nos besábamos.
No sabría decir a qué edad comenzó a suceder esto, pero estoy seguro que
fue siendo muy niño.
Hoy, mientras
escarbo el mi memoria los detalles de aquel idilio, me da por preguntarme los
porqué; qué había en esas dos mentes y en esos dos corazones infantiles que nos
orillaba a buscarnos como dos enamorados apasionados. Era cierto –aún lo es-
que Leslie era una niña muy bonita y a quien los adultos se referían como “La
güera”, porque era de tez más clara a la mayoría de nosotros. ¿Qué pasaba en
nuestros corazones? ¿Qué gusto había entre nosotros, dos niños de la más tierna
edad?
Leslie y yo nos
besábamos en cualquier recoveco, ya fuera dentro de un armario, tras un ropero,
bajo la cama o en una habitación vacía. Y así era cada que Leslie y yo
coincidíamos en una reunión. No hablábamos –¿qué charla podíamos tener a esa
edad?- y nuestra relación se limitaba casi exclusivamente a la convivencia y a los
besos.
Pasaron los
años y los amores y desamores para ambos, hasta que un día Leslie me pidió que formara
parte de las coreografías para la celebración de sus quince años y yo acepté: ¿cómo
no iba a hacerlo? Así, pasamos a vernos de forma obligada durante varios fines de
semana mientras duraban los ensayos. De esa convivencia en esa edad en la que gozamos
de cierta libertad, Leslie y yo dimos inicio a una relación formal: comenzamos
a salir juntos al cine, al café, a caminar por ahí, a charlar, y a seguirnos
besando, sólo que ahora lo hacíamos sin escondernos. Siendo unos años mayor que
ella, por entonces yo ya había terminado la preparatoria y me encontraba en un
periodo de descanso obligado como consecuencia de no lograr aprobar el examen
de ingreso a la universidad. Trabajaba en el negocio de mi padre, lo que me
daba ciertas libertades y entre ellas estaba poder ir por ella al colegio e ir
a sentarnos en los jardines de la Alameda Central, donde hablábamos por horas.
Aquí debo hacer
un paréntesis. Entre ella y yo venía dándose desde la infancia una relación
llena de pasión. En los primeros años era una pasión infantil, si es que a esa
edad puede haberla. Así que ya en la adolescencia esa pasión tomo un sentido
más concreto, más carnal, más desarrollado. Fue hasta esa edad cuando comencé a
conocer su cuerpo, a acariciarlo, a sentirlo.
Una tarde de reunión
previa a la celebración de sus quince años, charlábamos en uno de los balcones
que daban al patio central de su casa. Abajo, los adultos hacían su fiesta. De
pronto la energía eléctrica faltó y nos quedamos completamente a oscuras.
Leslie y yo comenzamos a besarnos, a rozarnos, a estremecernos. Entonces ella
giró dándome la espalda, quedando su vientre apoyado sobre el barandal. Movía
sus caderas empujándolas hacia mí, mientras yo deslizaba una mano bajo su blusa
hasta tocar con mis yemas uno de sus pechos adolescentes. Así estuvimos varios
minutos, acariciándonos, restregándonos el cuerpo, besándonos. Para mí, la
relación con Leslie significó mi primer contacto con un cuerpo de mujer ya hecho,
terminado. Fue con ella con quien experimenté las caricias a la oscuridad de
los cines y en nuestras estancias en el auto.
Pero tenía yo
diecisiete años y era un novato en los temas de amor. La relación duró muy
poco, un tanto por mis conductas infantiles, otro tanto por las de ella. En
nuestra inmadurez la relación no tuvo más que un futuro de algunos meses. El
noviazgo se terminó.
Una tarde quise
hacer uso de un movimiento ostentoso y desesperado para recuperarla; así
recurrí a uno de esos actos impetuosos y que como tales, suelen ser torpes. Contraté
los servicios de un par de músicos y me dispuse a brindarle una serenata
pensando que eso podría remediar todos los males. Los detalles de aquella tarde
he de omitirlos porque fueron vergonzosos, humillantes, a tal grado que Leslie
salió corriendo y llorando. Tiempo después me comentaría que si hubiese hecho
eso antes de que todos los problemas acabaran con nuestra relación, hubiese sido
una muy grata experiencia. He dicho “tiempo después”, porque así sucedió.
Pasado alrededor
de un año de lo ocurrido, no sé por qué razón, Leslie y yo comenzamos a
telefonearnos de nuevo. Fue entonces, en una de esas prolongadas llamadas,
donde tocamos el tema de las relaciones sexuales. Esa noche, de forma tímida,
ambos confesamos que nos gustaría experimentarlo juntos. La reunión se planeó
para dos semanas después, un domingo en la mañana. Quizá debió ser verano,
porque recuerdo que había un sol y un cielo esplendidos.
No recuerdo
dónde nos citamos, pero nos dirigimos al hotel Bonn, un hotel de 5 estrellas
ubicado en Tacubaya, sobre el viaducto Migüel Alemán. Hay una imagen que como una postal ha quedado
grabada en mi memoria, y es la claridad que había en la habitación; por un lado
estaban las blancas cortinas por las que entraba el sol y la impecable
decoración del cuarto; a esto se sumaban las blancas sabanas del colchón y en
medio de éste ambiente pulcro y brillante, el cuerpo desnudo, claro y juvenil
de Leslie.
Ese domingo
abandonamos el hotel cerca del medio día y caminamos sobre la calle Salvador Alvarado
hasta llegar a la estación del Metro Patriotismo. Fue un largo trayecto que
anduvimos tan alegremente como jamás lo habíamos hecho. Jugábamos, sonreíamos,
corríamos de una acera a otra, nos besábamos. Sería que nos hallábamos desbordantes
de alegría por haber hecho realidad algo que hacía tantos años anhelábamos quizá
sin saberlo, sin aún tener consciencia de ello. Aquella fue la primera y última
vez que Leslie y yo hicimos el amor. Fue la culminación de una pasión que venía
sacudiéndonos desde tantos años atrás y fue hasta entonces cuando nos tuvimos
uno al otro en esa completa soledad que brindan los cuartos de hotel.
No sé cómo
fueron los días y los meses posteriores, pero cerca de un año después me enteré
que Leslie tenía novio y se encontraba embarazada. Tiempo después terminaría
casándose con él y eso significó para ambos un distanciamiento definitivo.
Al paso de los
años la he vuelto a ver en algunas reuniones donde hemos coincidido, sin
embargo, apenas hemos intercambiado algunas palabras. Actualmente ella tiene dos hijos adolescentes
y la última vez que la vi fue en el funeral de mi abuela paterna. Sigue guapa
como siempre lo ha sido. Me gustaría poder hablar un día con ella y charlar
sobre esos años, quizá para comprender qué ha sido todo eso que vivimos desde
niños, para saber qué pensaba y sentía ella. Algunas
noticias me han llegado de oídas, de rumores. Sé que su madre murió hace unos
años, que su padre ha caído en mala salud. De su matrimonio no sé nada. Quizá
un día de estos visite a mi prima y me anime a preguntarle qué ha sido de
Leslie.