Estábamos en la fórmula
habitual, ella quería saber por qué ella y yo quería demostrarle que le hablaba
con total franqueza.
No hay mujer
satisfecha con su cuerpo, por muy bella que sea, y esto es casi generalizable.
Era mi turno, el primero, como siempre, y no hay apertura más honesta que
empezar con los pies en la tierra, sin dramas, sin querer hacer del
momento un melodrama romántico. Le dije que cuando la vi por primera vez me
había gustado, me había resultado guapa (así, guapa, que sobre adjetivar raspa
el lindero de la mentira) Guapa, y quería conocerte más, por eso te hablé. Pero
no sólo eso, había algo más, esa gracia, ese algo que sólo te impulsa en casos
especiales.
Ella estaba recostada
en un sofá; yo, casi hincado al lado de ella, no por una predisposición sino
porque así quiso la comodidad que acabáramos. Pero entonces me desperté; es
sábado 4 de julio, Rosa sentada en mi pecho, el techo blanco, los ruidos de la
mañana.
Hacía tiempo que no
experimentaba una emoción así.
Yo la conozco, he
hablado con ella, he bailado con ella y no sé si hacer caso a mi inconsciente,
que casi siempre sabe más de nosotros que nosotros mismos, y conocerla más.
Aunque también podría ser un síntoma, un desplante de nostalgia de mi
inconsciente que extraña ciertas cosas.
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