jueves, 12 de noviembre de 2015

Los pechos de Elsa

Hoy son todos tan lejanos.

Pero hubo un tiempo en que tenía acceso a ellos, a mirarlos, a deformarlos con los dedos, a pesarlos con las palmas abiertas.

Podía verlos en todas sus formas; tendidos hacia un lado, uno casi sobre el otro; o reposando a los lados, sin peso, tan suaves, cuando se recostaba boca arriba; o como péndulos cuando andaba desnuda por la casa y marcaban el tiempo entre sístole y diástole; o recién bañados y tibios, aun guardando un poco del calor del agua caliente.

Me eran accesibles y podía recostar mi pensamiento en ellos, la curiosidad inacabada, manifiesta en esa insistencia infantil por tocarlos a cada oportunidad.

Y los contrastes de la piel en relieve con las licras y olanes; la desinteresada manera en que ella los acomodaba dentro de las copas y lo bello que era mirar eso.
Y luego, a liberarlos, a agitar el aire, al ofrecimiento descarado sabedora de mis deseos perennes: el pezón como preludio, como llama ardiente que quema la punta de la lengua.

Y lo mejor -castigo y dicha-, interminable origen de la ansiedad jamás satisfecha. La lengua se enrosca, dibuja caminos locos que se absorben como agua en tierra fértil; de ahí quería consumirte, acabarte, engullirte entera. Pesaban sobre mi ojo, sobre mi mejilla; ponía todo su peso en mis labios insuficientes.


Hace mucho de eso y que nostalgia. Qué necesidad la que a veces me embarga. 

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