Hoy son todos tan
lejanos.
Pero hubo un tiempo en
que tenía
acceso a ellos, a mirarlos, a deformarlos con los dedos, a pesarlos con las
palmas abiertas.
Podía verlos en
todas sus formas; tendidos hacia un lado, uno casi sobre el otro; o reposando a
los lados, sin peso, tan suaves, cuando se recostaba boca arriba; o como péndulos cuando
andaba desnuda por la casa y marcaban el tiempo entre sístole y diástole; o recién bañados y tibios,
aun guardando un poco del calor del agua caliente.
Me eran accesibles y podía recostar mi
pensamiento en ellos, la curiosidad inacabada, manifiesta en esa insistencia
infantil por tocarlos a cada oportunidad.
Y los contrastes de la
piel en relieve con las licras y olanes; la desinteresada manera en que ella
los acomodaba dentro de las copas y lo bello que era mirar eso.
Y luego, a liberarlos, a
agitar el aire, al ofrecimiento descarado sabedora de mis deseos perennes: el
pezón como
preludio, como llama ardiente que quema la punta de la lengua.
Y lo mejor -castigo y
dicha-, interminable origen de la ansiedad jamás satisfecha. La lengua se enrosca, dibuja caminos
locos que se absorben como agua en tierra fértil; de ahí quería consumirte, acabarte, engullirte entera. Pesaban
sobre mi ojo, sobre mi mejilla; ponía todo su peso en mis labios insuficientes.
Hace mucho de eso y que
nostalgia. Qué necesidad la que a veces me embarga.
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