En mi juventud
hubo un tiempo en el que el deseo por tomar distancia de mi padre comenzó a
hacerse latente; deseaba mi independencia y huía con denuedo de todo cuanto
tuviera que ver con él. Fue en mi paso como estudiante universitario cuando
comencé a trabajar fuera de su negocio para evitar en lo posible cualquier
acercamiento con él. En uno de esos años me vi en la necesidad de suspender por
un semestre mis estudios de ingeniería, tiempo que ocupé en no sé qué cosas,
pero una de ellas fue entrar a trabajar como vendedor de autos por
autofinanciamiento en Inbursa. Era un trabajo que no requería de un horario
fijo y en el que además gozaba de cierta libertad. El trabajo de vendedor es un
trabajo en el que se goza de libertad, pero también requiere de ímpetu y un
deseo permanente por crecer.
Mi lugar de
trabajo era un espacio dentro del centro comercial Plaza Galerías, sitio que
compartía con otros compañeros de mi edad y cuyo grupo de ventas era liderado
por una señora que se llamaba Margarita, mujer de unos cincuenta años, delgada,
bastante dicharachera en el trato y en el vestir; su forma de ser, jovial y
alegre, hacía un juego perfecto con nuestra juventud, lo que generaba un grato
ambiente de trabajo. Margarita solía llamarme Don Alan, a pesar de que por
entonces yo tenía menos de veinticinco años.
Quizá resulte
extraño, pero Margarita me gustaba y sentía hacia ella una atracción morbosa,
una curiosidad lasciva por saber lo que sería estar con una mujer de su edad. Charlábamos
mucho y puedo decir con total seguridad que yo era para ella una persona
confiable y que entre nosotros se fincó una buena amistad con cierto grado de
intimidad. Cada tarde, después del trabajo, ella me acercaba en su auto a la
estación del metro más cercana y en el trayecto hablábamos de cualquier cosa; a
veces, cuando ella usaba falda, yo solía mirarle las piernas que se iban
desnudando poco a poco con el manejo de los pedales. A veces lograba ver la
mitad de sus pechos de piel clara a través de su blusa, otras sólo me contentaba
con apreciar su torso a través de una blusa blanca de tela traslúcida, al
fondo, como en un óleo realista y difuminado, veía su cuerpo, con el sujetador
siempre sobresaliente negándome sus pechos. Margarita era delgada, guapa, de cabello
rizado y piel clara. Una vez me confesó que había tenido una aventura con uno
de mis compañeros pero que éste había terminado por enamorarse y eso la llevó a
terminar con el idilio. Ese relato despertó en mí una especie de envidia, pero
jamás dije algo al respecto. Ese aire de suficiencia que externaba, la
experiencia, las cicatrices que deja el paso de la vida y que leemos
inconscientemente como experiencias, generaban dentro de mí un deseo morboso de
acercarme a ella. Ahora que me encuentro en el albor de los cuarenta años y que
por pura concordancia me relaciono con mujeres de mi edad, vuelvo a descubrir
esa misma sensación que experimentaba con Margarita. A los veinte años es la
belleza física y la ilusión lo que principalmente te atrae de las mujeres de tu
edad; pasando los 30, y más aun rondando los 40, no sólo es la belleza lo que
las hace atractivas, sino también la experiencia. Las mujeres a esta edad
llevan consigo una doble carga de atractivo que las vuelve irresistibles.
Detrás de su mirada va todo el conocimiento acumulado de años atrás; las
cicatrices tanto físicas como del alma, son testimonio de todas esas historias
que tienen para contar; son narraciones de éxito, de naufragios superados de
los que no siempre se sale bien librado y que a su paso dejan corazones más
fuertes. Alrededor de los cuarenta años las mujeres aún mantienen el atractivo
propio de la juventud, pero ahora llevan consigo el brillo que sólo brinda la
experiencia.
Pero quizá es
momento de reconocer que la experiencia también puede atemorizar y en este
sentido es como cuando se está en el borde de un peñasco. Paradójicamente es el
temor a la caída lo que nos acerca al precipicio, y nos asomamos, nos mecemos
en la orilla, se produce en nosotros un morbo, quizá por la muerte, quizá por
la caída, y a veces así es ante la experiencia, una combinación placentera entre
el temor y el deseo, entre el aventurarse y el permanecer. Quizá en este caso
fue el temor quien venció la batalla dentro de mí y jamás hice intento alguno
por llegar a algo con Margarita. O quizá ella jamás tuvo interés alguno en mí.
Una noche Margarita
me invitó a cenar en su casa con su familia. Me dijo que podía quedarme y yo no
quise. Me marché a casa. Tiempo después dejé de trabajar para el banco y jamás volví
a saber algo de ella.