domingo, 22 de julio de 2018

La señora Margarita


En mi juventud hubo un tiempo en el que el deseo por tomar distancia de mi padre comenzó a hacerse latente; deseaba mi independencia y huía con denuedo de todo cuanto tuviera que ver con él. Fue en mi paso como estudiante universitario cuando comencé a trabajar fuera de su negocio para evitar en lo posible cualquier acercamiento con él. En uno de esos años me vi en la necesidad de suspender por un semestre mis estudios de ingeniería, tiempo que ocupé en no sé qué cosas, pero una de ellas fue entrar a trabajar como vendedor de autos por autofinanciamiento en Inbursa. Era un trabajo que no requería de un horario fijo y en el que además gozaba de cierta libertad. El trabajo de vendedor es un trabajo en el que se goza de libertad, pero también requiere de ímpetu y un deseo permanente por crecer.
Mi lugar de trabajo era un espacio dentro del centro comercial Plaza Galerías, sitio que compartía con otros compañeros de mi edad y cuyo grupo de ventas era liderado por una señora que se llamaba Margarita, mujer de unos cincuenta años, delgada, bastante dicharachera en el trato y en el vestir; su forma de ser, jovial y alegre, hacía un juego perfecto con nuestra juventud, lo que generaba un grato ambiente de trabajo. Margarita solía llamarme Don Alan, a pesar de que por entonces yo tenía menos de veinticinco años.
Quizá resulte extraño, pero Margarita me gustaba y sentía hacia ella una atracción morbosa, una curiosidad lasciva por saber lo que sería estar con una mujer de su edad. Charlábamos mucho y puedo decir con total seguridad que yo era para ella una persona confiable y que entre nosotros se fincó una buena amistad con cierto grado de intimidad. Cada tarde, después del trabajo, ella me acercaba en su auto a la estación del metro más cercana y en el trayecto hablábamos de cualquier cosa; a veces, cuando ella usaba falda, yo solía mirarle las piernas que se iban desnudando poco a poco con el manejo de los pedales. A veces lograba ver la mitad de sus pechos de piel clara a través de su blusa, otras sólo me contentaba con apreciar su torso a través de una blusa blanca de tela traslúcida, al fondo, como en un óleo realista y difuminado, veía su cuerpo, con el sujetador siempre sobresaliente negándome sus pechos.  Margarita era delgada, guapa, de cabello rizado y piel clara. Una vez me confesó que había tenido una aventura con uno de mis compañeros pero que éste había terminado por enamorarse y eso la llevó a terminar con el idilio. Ese relato despertó en mí una especie de envidia, pero jamás dije algo al respecto. Ese aire de suficiencia que externaba, la experiencia, las cicatrices que deja el paso de la vida y que leemos inconscientemente como experiencias, generaban dentro de mí un deseo morboso de acercarme a ella. Ahora que me encuentro en el albor de los cuarenta años y que por pura concordancia me relaciono con mujeres de mi edad, vuelvo a descubrir esa misma sensación que experimentaba con Margarita. A los veinte años es la belleza física y la ilusión lo que principalmente te atrae de las mujeres de tu edad; pasando los 30, y más aun rondando los 40, no sólo es la belleza lo que las hace atractivas, sino también la experiencia. Las mujeres a esta edad llevan consigo una doble carga de atractivo que las vuelve irresistibles. Detrás de su mirada va todo el conocimiento acumulado de años atrás; las cicatrices tanto físicas como del alma, son testimonio de todas esas historias que tienen para contar; son narraciones de éxito, de naufragios superados de los que no siempre se sale bien librado y que a su paso dejan corazones más fuertes. Alrededor de los cuarenta años las mujeres aún mantienen el atractivo propio de la juventud, pero ahora llevan consigo el brillo que sólo brinda la experiencia.
Pero quizá es momento de reconocer que la experiencia también puede atemorizar y en este sentido es como cuando se está en el borde de un peñasco. Paradójicamente es el temor a la caída lo que nos acerca al precipicio, y nos asomamos, nos mecemos en la orilla, se produce en nosotros un morbo, quizá por la muerte, quizá por la caída, y a veces así es ante la experiencia, una combinación placentera entre el temor y el deseo, entre el aventurarse y el permanecer. Quizá en este caso fue el temor quien venció la batalla dentro de mí y jamás hice intento alguno por llegar a algo con Margarita. O quizá ella jamás tuvo interés alguno en mí.  
Una noche Margarita me invitó a cenar en su casa con su familia. Me dijo que podía quedarme y yo no quise. Me marché a casa. Tiempo después dejé de trabajar para el banco y jamás volví a saber algo de ella.

domingo, 3 de junio de 2018

Los pechos de Elsa

Fue en un movimiento de esos en los que la confianza vaga en el desparpajo; porque entre ambos había una confianza casi ciega, y así sus movimientos y su comportamiento eran libres, con esa libertad que sólo se tiene en la soledad, la misma libertad con la que se movía su seno.
Ese cuadro lo había visto en otro lado. Ya recuerdo, fue en aquella película basada en la novela de Laura Esquivel; Ahí está Lumi Cavazos de hinojos, moliendo en el metate, la blusa descargada y a través del ovalo prendido a su cuello se mira el seno distendido hacia abajo por su mismo peso; en la punta un pezón claro, como si el seno escurriera y terminara en una gota de piel condensada que jamás cae.
Esa tarde de sol lacerante ella se inclinó a hacer no sé qué, pero hubo de encorvarse un poco frente a mí, dejándome una armonía colorida de varias texturas: el algodón verde en primer plano, más al fondo dos senos pequeños y generosos, de piel clara, sostenidos por dos copas azul rey. Más allá, como un lienzo de su misma carne, su vientre plegado. El juego de sus manos por lo que estaba haciendo provocaba que los pechos bambolearan en las copas, como dos esferas agitadas.
Ella no supo nada. Yo no dije nada tampoco. Se incorporó y con la muñeca de su brazo derecho limpió un poco de sudor en su frente, y así, como si nada, seguimos la tarde. Yo me apropié de esa imagen dejada ahí por azar, como quien se apropia de un coralillo que ha visto tirado en la playa.
         “Tita supo en carne propia por qué el contacto con el fuego altera los elementos, por qué un
pedazo de masa se convierte en tortilla, por qué un pecho sin haber pasado por el fuego del amor es un pecho inerte, una bola de masa sin ninguna utilidad. En sólo unos instantes Pedro había transformado los senos de Tita, de castos a voluptuosos, sin necesidad de tocarlos."

lunes, 16 de abril de 2018

Beatriz, el amor de infancia.

¿Es que cuando se es niño se puede experimentar amor y deseó? ¿Es el amor un sentimiento que puede despertar en la infancia? Hay quienes opinan que sí, y tomando en consideración mi experiencia podría decir que es cierto y que cuando se es niño se puede sentir amor por alguien más allá de del circulo familiar. Esto fue lo que me sucedió a mí en la más tierna infancia, cuando cursaba los primeros grados de la educación primaria.

Beatriz era una niña de tez clara, con el cabello castaño claro y unos hermosos ojos verdes que vivía a pocas calles de nuestra casa y con quien solíamos jugar en compañía de otros niños. Esos eran los tiempos en que los niños jugábamos en las calles para regresar a casa llenos de tierra y heridas, en esos años donde la inseguridad aún no tenía presa a nuestra sociedad. Los recuerdos de esos días son de los más antiguos y por tanto de los que menos imágenes detalladas guardo, sin embargo, lo poco que recuerdo de Beatriz me da la certeza de pensar que entre ella y yo nutríamos un sentimiento que hoy puedo identificar como amor. Un amor infantil, de lo más inocente quizá, pero amor al fin.
Quizá el recuerdo de Beatriz debió marcar el inicio de mis relatos al ser el más antiguo de todos, y siendo que fue el primer contacto que tuve con una mujer.  Antes de ella no hay nadie más; fue con ella con quien tuve el primer contacto con la naturaleza femenina; con Beatriz dio inicio mi amor y mi dolor, fue la primera mujer que habitó mis pensamientos y alimento mis ilusiones; ella fue la primera esperanza, el origen de mis sueños más tiernos, y pienso que también pudo ser determinante en la forma como me relacione con las mujeres en años posteriores, aunque esto no lo sé de cierto.
   Éramos muy niños, lo suficientemente pequeños como para que sean de mis primeros recuerdos, y ya a esa edad experimentábamos un sentimiento de atracción mutua. Beatriz era bonita, a mí me gustaba su compañía y en ocasiones ella solía ir a mi casa a gritarme desde afuera para que saliera a jugar con ella y sus primos. Mi memoria no guarda muchos episodios de esos días, pero hay algunos que han quedado grabados por su relevancia, como el día en que nos metimos en un pequeño hueco debajo de una escalera de concreto donde sólo cabíamos dos niños pequeños. Era un sitio oscuro y tierroso, lleno de piedras y, seguramente, con un poco de basura. Pero cuando eres niño esas cosas no tienen relevancia porque la suciedad y la felicidad son cosas que van de la mano. Esa tarde jugábamos a las escondidas y Beatriz me jaló de la mano para que fuésemos a escondernos en ese sitio. Ya dentro y en la oscuridad apenas percibía su rostro; nos quedamos un momento así, muy cerca el uno del otro como esperando que algo sucediera pero no nos atrevíamos o simplemente no sabíamos cómo comenzarlo. Entonces Beatriz y yo nos besamos. Fue un beso infantil, espontáneo e inocente. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí besándonos en la oscuridad, no fue mucho, posiblemente hasta que los otros niños descubrieron nuestro escondite.
Tan peculiar era la forma en que nos relacionábamos Beatriz y Yo que mis padres comenzaron a decir que ella era mi novia y yo lo asumí como tal sin tener plena conciencia de lo que eso significaba.

Pero había algo de lo que era consciente y aún hoy lo recuerdo sin ninguna duda: yo quería a Beatriz, la amaba –si se me permite decirlo-. Recuerdo que soñaba con ella, no sólo mientras dormía sino también estando despierto. Era curioso porque ella tenía el mismo nombre que mi madre y yo, por ser el primogénito, llevaba el de mi padre. Esto creaba en mi imaginación una especie de oráculo en la que nos creía pre destinados a vivir juntos y a casarnos. Ya en esa tierna infancia pensaba en Beatriz en estos términos, era obvio que mis sentimientos hacia ella eran intensos y honestos. Quiero pensar que los de ella hacia mí eran iguales.
Viene a mi memoria otro suceso que ocurrió en la casa de mis padres. Ellos no estaban en casa ese día y ella y dos de sus primas llegaron a visitarnos. Dentro estábamos uno de mis hermanos, un primo y yo. Recuerdo que ellas comenzaron a pintarse los labios con los labiales de mi madre y de un momento a otro comenzaron a perseguirnos para besarnos. Sin embargo, en esa persecución la notable preferencia de Beatriz era por mí y me perseguía tenaz y exclusivamente, yo fingía escapar para, al fin, y sin tanta resistencia, dejarme atrapar para que me besara. Entonces me dejaba el rostro grabado con la tintura desprendida de sus labios. Tras su asedio seguía mi venganza y entonces era yo quien corría detrás de ella para besarla. Así se sucedieron varias tandas hasta terminar totalmente desajustados, fatigados y llenos de besos. Creo que era nuestra torpe manera de entrar en contacto, de tocarnos, de sentirnos y besarnos. No sabíamos hacerlo de otra forma, no sabíamos cómo prodigarnos el amor que sentíamos el uno por el otro.
Sin embargo, el amor siempre viene con su respectiva dosis de dolor. El tiempo pasó y todo eso se fue apagando sin que ella dejara de ocupar un lugar en mí pensamiento; para mí ella había sido mi novia y algo, o mucho, de ella quedaba aún encendido dentro de mí.
 Avanzados unos grados en el colegio, un día vi a Beatriz jugando muy coquetamente con otro niño fuera del aula. Aquello fue incómodo y creo que fue la primera vez en mi vida que experimenté celos, celos por una niña a la que creía predestinada para mí. El destino había querido que nuestros nombres fueran los mismos que los de mis padres y para una mente infantil eso significaba que estábamos unidos por esa casualidad. Verla en esa forma con alguien que no era yo rompía con ese destino.
Ese día estuve columpiándome en una de las butacas pensando en ella, en que la había perdido para siempre. Estaba herido, era mi primera herida de amor y recuerdo que mientras pensaba en ella cantaba una canción en mi mente, una melodía cuya letra no recuerdo ahora pero que en ese momento me acompañaba en mi dolor. Ignoro cuánto tiempo tardé en olvidarme de ella, supongo que no fue fácil pues la veía regularmente en el colegio. Sin embargo, sé que ya en los últimos años de la educación primaria sólo quedaba su recuerdo, como hasta ahora.
Beatriz quedaría en la memoria de mi familia y en la mía como la primera novia que tuve, aunque quizá nosotros, ella y yo, no tuviéramos idea de lo que esto significaba. Nos queríamos, nos buscábamos y nos besábamos. No sé si ella me recuerde, y si esos días hayan quedado grabados en su memoria como lo están en la mía.
Tiempo después nos mudamos de colonia, ella repitió sexto grado y yo ingresé a la secundaria. No la volví a ver sino mucho tiempo después, cuando teníamos alrededor de veinte años. La encontré en la calle afuera de donde supongo vivía con su esposo, estaba embarazada. Ella me miró con sus ojos verdes, nos sonreímos y nos saludamos con un gesto sin decir nada más. Nunca más he vuelto a saber de ella.  

jueves, 29 de marzo de 2018

Leslie


Dice Arthur Rimbaud  en su romance, On n’est pas sérieux quand on a dix-sept ans / et qu’on a des tilleuls verts sur la promenade (Uno no es serio cuando se tiene diecisiete años y hay tilos verdes en el paseo), y yo tenía alrededor de esa edad cuando mantuve un romance con Leslie, una muchacha de quince años que estudiaba la preparatoria en el Instituto Esperanza, en la colonia Tacuba de la ciudad de México.
Leslie era una amiga muy cercana y de muchos años de una de mis primas, y fue en nuestros juegos infantiles en casa de ésta última donde nos conocimos, y fue desde esa infancia que se formó una curiosa relación entre Leslie y yo, una relación que iba más allá de la simple convivencia, y que incluía besos y proximidades en cada ocasión que nos era propicia. En nuestros juegos infantiles con otros niños Leslie y yo procurábamos estar siempre juntos, y si se trataba de esconderse corríamos a ocultarnos juntos, y ahí, en nuestro refugio provisional, nos abrazábamos y nos besábamos. No sabría decir a qué edad comenzó a suceder esto, pero estoy seguro que fue siendo muy niño.
Hoy, mientras escarbo el mi memoria los detalles de aquel idilio, me da por preguntarme los porqué; qué había en esas dos mentes y en esos dos corazones infantiles que nos orillaba a buscarnos como dos enamorados apasionados. Era cierto –aún lo es- que Leslie era una niña muy bonita y a quien los adultos se referían como “La güera”, porque era de tez más clara a la mayoría de nosotros. ¿Qué pasaba en nuestros corazones? ¿Qué gusto había entre nosotros, dos niños de la más tierna edad?   


Leslie y yo nos besábamos en cualquier recoveco, ya fuera dentro de un armario, tras un ropero, bajo la cama o en una habitación vacía. Y así era cada que Leslie y yo coincidíamos en una reunión. No hablábamos –¿qué charla podíamos tener a esa edad?- y nuestra relación se limitaba casi exclusivamente a la convivencia y a los besos.  
Pasaron los años y los amores y desamores para ambos, hasta que un día Leslie me pidió que formara parte de las coreografías para la celebración de sus quince años y yo acepté: ¿cómo no iba a hacerlo? Así, pasamos a vernos de forma obligada durante varios fines de semana mientras duraban los ensayos. De esa convivencia en esa edad en la que gozamos de cierta libertad, Leslie y yo dimos inicio a una relación formal: comenzamos a salir juntos al cine, al café, a caminar por ahí, a charlar, y a seguirnos besando, sólo que ahora lo hacíamos sin escondernos. Siendo unos años mayor que ella, por entonces yo ya había terminado la preparatoria y me encontraba en un periodo de descanso obligado como consecuencia de no lograr aprobar el examen de ingreso a la universidad. Trabajaba en el negocio de mi padre, lo que me daba ciertas libertades y entre ellas estaba poder ir por ella al colegio e ir a sentarnos en los jardines de la Alameda Central, donde hablábamos por horas.
Aquí debo hacer un paréntesis. Entre ella y yo venía dándose desde la infancia una relación llena de pasión. En los primeros años era una pasión infantil, si es que a esa edad puede haberla. Así que ya en la adolescencia esa pasión tomo un sentido más concreto, más carnal, más desarrollado. Fue hasta esa edad cuando comencé a conocer su cuerpo, a acariciarlo, a sentirlo.    
Una tarde de reunión previa a la celebración de sus quince años, charlábamos en uno de los balcones que daban al patio central de su casa. Abajo, los adultos hacían su fiesta. De pronto la energía eléctrica faltó y nos quedamos completamente a oscuras. Leslie y yo comenzamos a besarnos, a rozarnos, a estremecernos. Entonces ella giró dándome la espalda, quedando su vientre apoyado sobre el barandal. Movía sus caderas empujándolas hacia mí, mientras yo deslizaba una mano bajo su blusa hasta tocar con mis yemas uno de sus pechos adolescentes. Así estuvimos varios minutos, acariciándonos, restregándonos el cuerpo, besándonos. Para mí, la relación con Leslie significó mi primer contacto con un cuerpo de mujer ya hecho, terminado. Fue con ella con quien experimenté las caricias a la oscuridad de los cines y en nuestras estancias en el auto.
Pero tenía yo diecisiete años y era un novato en los temas de amor. La relación duró muy poco, un tanto por mis conductas infantiles, otro tanto por las de ella. En nuestra inmadurez la relación no tuvo más que un futuro de algunos meses. El noviazgo se terminó.
Una tarde quise hacer uso de un movimiento ostentoso y desesperado para recuperarla; así recurrí a uno de esos actos impetuosos y que como tales, suelen ser torpes. Contraté los servicios de un par de músicos y me dispuse a brindarle una serenata pensando que eso podría remediar todos los males. Los detalles de aquella tarde he de omitirlos porque fueron vergonzosos, humillantes, a tal grado que Leslie salió corriendo y llorando. Tiempo después me comentaría que si hubiese hecho eso antes de que todos los problemas acabaran con nuestra relación, hubiese sido una muy grata experiencia. He dicho “tiempo después”, porque así sucedió.
Pasado alrededor de un año de lo ocurrido, no sé por qué razón, Leslie y yo comenzamos a telefonearnos de nuevo. Fue entonces, en una de esas prolongadas llamadas, donde tocamos el tema de las relaciones sexuales. Esa noche, de forma tímida, ambos confesamos que nos gustaría experimentarlo juntos. La reunión se planeó para dos semanas después, un domingo en la mañana. Quizá debió ser verano, porque recuerdo que había un sol y un cielo esplendidos.
No recuerdo dónde nos citamos, pero nos dirigimos al hotel Bonn, un hotel de 5 estrellas ubicado en Tacubaya, sobre el viaducto Migüel Alemán.  Hay una imagen que como una postal ha quedado grabada en mi memoria, y es la claridad que había en la habitación; por un lado estaban las blancas cortinas por las que entraba el sol y la impecable decoración del cuarto; a esto se sumaban las blancas sabanas del colchón y en medio de éste ambiente pulcro y brillante, el cuerpo desnudo, claro y juvenil de Leslie.    
Ese domingo abandonamos el hotel cerca del medio día y caminamos sobre la calle Salvador Alvarado hasta llegar a la estación del Metro Patriotismo. Fue un largo trayecto que anduvimos tan alegremente como jamás lo habíamos hecho. Jugábamos, sonreíamos, corríamos de una acera a otra, nos besábamos. Sería que nos hallábamos desbordantes de alegría por haber hecho realidad algo que hacía tantos años anhelábamos quizá sin saberlo, sin aún tener consciencia de ello. Aquella fue la primera y última vez que Leslie y yo hicimos el amor. Fue la culminación de una pasión que venía sacudiéndonos desde tantos años atrás y fue hasta entonces cuando nos tuvimos uno al otro en esa completa soledad que brindan los cuartos de hotel.
No sé cómo fueron los días y los meses posteriores, pero cerca de un año después me enteré que Leslie tenía novio y se encontraba embarazada. Tiempo después terminaría casándose con él y eso significó para ambos un distanciamiento definitivo.
Al paso de los años la he vuelto a ver en algunas reuniones donde hemos coincidido, sin embargo, apenas hemos intercambiado algunas palabras.  Actualmente ella tiene dos hijos adolescentes y la última vez que la vi fue en el funeral de mi abuela paterna. Sigue guapa como siempre lo ha sido. Me gustaría poder hablar un día con ella y charlar sobre esos años, quizá para comprender qué ha sido todo eso que vivimos desde niños, para saber qué pensaba y sentía ella.   Algunas noticias me han llegado de oídas, de rumores. Sé que su madre murió hace unos años, que su padre ha caído en mala salud. De su matrimonio no sé nada. Quizá un día de estos visite a mi prima y me anime a preguntarle qué ha sido de Leslie.    

lunes, 26 de marzo de 2018

Eva


Tenía yo dieciocho años cuando ingresé a estudiar Química en la Facultad de Estudios Superiores de Cuautitlán, en el campo número uno de la UNAM. Venía por entonces de un descanso obligado de poco más de un año, tiempo que me tomó aprobar el examen de ingreso tras tres intentos hechos.



Eva acudió a la universidad al segundo día de iniciado el ciclo escolar. La demora, que parecía irrelevante entonces, al paso del tiempo supe que sería uno de sus sellos personales.
Eva apareció al día siguiente y fue cuando la vi por primera vez. Llevaba un pantalón de mezclilla con peto y tirantes, botas negras de trabajo; el cabello le caía revuelto hasta  apenas rozar sus hombros. Venía caminando por el pasillo con cierto desinterés y fastidio, no sé cómo fue que la abordamos pero ahí se dio nuestro primer contacto.
Eva se convirtió en la mujer más guapa del salón y comenzó a serlo también para estudiantes de grados más adelantados que apenas la vieron comenzaron a abordarla.
Han pasado más de veinte años desde entonces y me resulta casi imposible detallar cómo se fue dando nuestra amistad. Eva era –aún lo es- intolerante, honesta hasta la insensibilidad, fugitiva, inaprensible e inobjetable. Eva era –aún me lo parece- impenetrable, portadora de una coraza formada de indiferencia y cierto desprecio; era- lo sigue siendo- una mujer que así como llega desaparece, sin decir ni explicar absolutamente nada. A pesar de ser en cierta forma una mujer complicada nos hicimos muy buenos amigos.
Pero sucede que desde que la vi aparecer por ese pasillo Eva me gustó: quería quererla, quería amarla, pero se trataba de Eva.
Sabiendo que forzar las cosas no funcionaría apelé al tiempo, a la convivencia, al fluir de los días en los que la íbamos pasando juntos. De entre nuestro grupo de amigos ella y yo éramos como dos amigos independientes que se unían a ellos. Nos telefoneábamos después de las horas de la universidad y hablábamos mucho, muchas horas, muchos días, todos los días. Comencé a desear todo con ella, todo lo que a esa edad se puede tener.
Un día me puse a reunir recursos entre los compañeros para poder invitarla a comer. Era un universitario y como tal apenas tenía lo suficiente para mis gastos diarios. A base de préstamos junté lo suficiente y nos fuimos a Los Remedios, a esa plaza de estilo colonial al lado de la iglesia del mismo nombre en el municipio de Naucalpan. Esa tarde, después de la universidad, nos acomodamos en una mesa en una pequeña fonda. Pedimos pambazos y dos bolas de cerveza. Hablamos, hablamos mucho, de todo, de nuestra vida, de nuestras penas, de nuestras frustraciones de juventud.  La tarde se nos vino encima y nos pidieron que nos retiráramos porque cerrarían el local. Decidimos pasar a una cantina unos locales más abajo y bebimos un par de cervezas más. Cuando salimos de aquel lugar yo ya estaba ebrio y supongo que ella también. La acompañe a la avenida donde abordó el transporte rumbo a su casa; yo aún debía caminar cerca de un kilómetro para tomar el transporte hacia mi casa, en el camino quise orinar y decidí hacerlo en un parque que se encontraba completamente a oscuras pero, no sé cómo ni de dónde salió, apenas pasaron unos segundos cuando una oficial de policía apareció detrás de mí alumbrándome con su lámpara. Me llevaron a la patrulla y de ahí al municipio acusado de faltas administrativas. Estuve encerrado cerca de tres horas, las mismas que pasé leyendo  Doña Barbara, de Rómulo Gallegos, que me permitieron meter a la celda y que leí mientras el alcohol salía de mi organismo y mi padre acudía a pagar la multa para que me dejaran salir.


Cuando subí al auto de mi padre y tras avanzar unos metros, me dijo que Eva había estado llamando para saber de mí. Ya era noche y aún algo de alcohol fluía en mis venas. Eva estaba preocupada por mí y saber esto fue como una pequeña palmada de aceptación en mi espalda, muy cerca y a la altura del corazón. Apenas entré a casa Eva llamó. Aún recuerdo esa noche y aún me conmueve.
Eva es trigueña, de cabello negro, y sus ojos también parecen serlo. Labios regulares, amplios. De menor estatura que yo. Eva es guapa. Eva jamás usaba maquillaje.
Ni siquiera tengo intenciones de narrar el momento en que le dije lo que sentía por ella, porque realmente fue una declaración mediocre. Sin embargo, días después era un joven de dieciocho años insuflado en su ego por ser el novio de Eva, la más guapa del salón, la que otros alumnos de grados más avanzados habían pretendido. Era yo, y aún hoy, por efímero que haya sido, me llena de orgullo. Pero no sólo por eso, sino porque a más de veinte años Eva y yo seguimos siendo buenos amigos.
Siempre me he preguntado por qué ella y yo no pudimos tener una relación más duradera, aunque es una pregunta absurda. Pienso que Eva fue una de esas relaciones equívocas en las que dos amigos piensan que el paso a seguir es el noviazgo; no siempre debe ser así, a veces se trata sólo de una buena amistad; o no lo sé. Lo rescatable, lo formidable, es que hemos perdurado la amistad.
Eva y yo terminamos nuestro noviazgo muy pronto. Paso el tiempo y volvimos a intentarlo. Fracasó de nuevo. No sé si estaba obsesionado con ella, ni recuerdo cuánto tiempo más guardé la esperanza en que volviéramos; Eva me gustaba, me agradaba tanto. Pasaron muchos días en los que ocasionalmente hablábamos sin que yo pudiera disipar de mi pensamiento y mi corazón la esperanza de volver con ella; así fue hasta un día en que llamé a su casa preguntando por ella, fue su hermana menor la que atendió el teléfono. Me dijo que no estaba. Pregunté si podría encontrarla más tarde. Se fue a los Estados Unidos con su novio, me contestó.
Ese fue el punto final de mis sueños, el derrumbe definitivo de mis esperanzas. Dejé de sostenerlas, dejé que el dolor fluyera y comencé el doloroso camino para desprenderla de mi pensamiento, como quien retira de la piel una larga espina muy lentamente.
Sin embargo, al paso de los años Eva me telefoneaba regularmente para saludarme. Nos perdimos la pista unos años hasta que la encontré en las redes sociales.
Eva ha sido una de las mujeres que han marcado mi vida. Una de las mujeres que han estrujado mi corazón, quizá sin saberlo. Es uno de los pilares que sostienen mi existencia, una de las mujeres que más que amado, una de las mujeres que han cambiado mi vida. Han pasado los años y guardo un estimable aprecio por ella. La memoria y el recuerdo de Eva se irán a la muerte conmigo, y seguro estoy que pensaré en ella y agradeceré a la vida por haberla puesto en mi camino durante tantos años. 

sábado, 10 de marzo de 2018

Las heridas tras el divorcio


Hace unas semanas estuve a punto de terminar encerrado en las celdas municipales por culpa de un amigo al que conozco desde la infancia.  ¿Cómo fue que ese niño al que conocí a los diez años terminó en tal estado de demencia, en tal estado de sordidez?


Tengo que decir que fue tras su divorcio cuando el cambio en su estado emocional fue notorio. Pasó al menos dos años sumido en el alcohol, enajenado en pensamientos que hasta la fecha no logra erradicar de su cabeza: El resentimiento, la frustración y el sentimiento de fracaso derivados de su divorcio afloran cuando bebe.
La convivencia con él fue volviéndose insoportable. Al principio lo acogí, se encontraba herido y como amigo quise apoyarlo. Sin embargo, al paso de los días me di cuenta que algo no andaba bien en su comportamiento, era errante, desvariaba, pero creí que era circunstancial y pasajero. Sin embargo, lo que sucedió en ese domingo fue determinante para que decidiera alejarme definitivamente de él, al menos por un tiempo considerable.
Veníamos de regreso a la ciudad y en el trayecto bebió demasiado. El problema fue cuando entramos al municipio y a las colonias aledañas a donde vivimos. Me pidió que parara, descendió del auto y en medio de la calle orino sin ningún recato. Esto lo hiso dos veces. Mi error, mi gran error, fue acceder a acercarlo a la casa de una de sus ex parejas. Lo dejé a una calle de distancia, y a partir de ahí todo se salió de control.


No sé qué sucedió en la casa de su ex pareja, pero antes de que recorriéramos un par de calles la policía municipal nos alcanzó. A él lo esposaron, alegué que se encontraba completamente borracho y que no hicieran caso a todo lo que decía. Quizá fue un atenuante el hecho de que yo no haya bebido ni un sorbo de alcohol. La policía tuvo un trato distinto conmigo, sin embargo, venía con él, el auto era mío y era cómplice. En consecuencia, iríamos detenidos los dos. Esto era grave por una razón de peso, al día siguiente iría a aeropuerto a recoger a Mariana que llegaba de Colombia.
Enfurecí, aun cuando parte de la culpa era mía, por confiar y por ceder a los impulsos de un borracho.
Al paso de los días, ya con serenidad, no he podido dejar de pensar en Jaime y el punto al que ha llegado.
Dicen que los divorcios a veces dejan heridas que jamás cierran, que lastiman mucho y que los hombres los sufren más que las mujeres. No lo sé de cierto, pero ese amigo que conocí a los diez años ha tenido un cambio lamentable. No sé qué hacer, no sé cómo manejarlo. No sé si hablar con su familia, con sus ex parejas, no sé cómo manejarlo.
Los fracasos en las relaciones dejan heridas muy profundas, y supongo que todos en alguna medida las llevamos.

martes, 27 de febrero de 2018

Nací sin el interés de tener hijos


No recuerdo haber decidido no tener hijos, creo que más bien nací sin ese interés.
No sé si sea una tendencia reciente, pero cada vez se escucha más el término ChildFree para referirse a esas personas que han decidido no tener hijos, y grupos de personas que se auto definen de esta forma han estado proliferando en Facebook.
Pero yo tengo casi cuarenta años y mi ideología y estilo de vida sin hijos tiene su origen mucho antes de que este término si quiera se conociera, así que en mi caso esta tendencia es nueva sólo en su mediatización.

¿Cómo fue que decidiste ser ChildFree (CF)? Es una pregunta que se repite en todos los grupos y pensando en las razones creo que en mi caso ni siquiera fue una decisión consciente. Es más, ni siquiera podría decir que fue una decisión. No hubo un momento en el que “decidí” no tener hijos, pero jamás he tenido interés por ser padre y jamás ha formado parte de mis deseos. En mis pensamientos de infancia y adolescencia, en mis sueños y anhelos, jamás ha aparecido la paternidad. Quería ser escritor, quería ser empresario, quería aprender muchas cosas, leer mucho, conocer el mundo, experimentar, pero jamás he tenido el interés, mucho menos el deseo, de ser padre. Quizá parezca extraño, porque aún hoy a la gente le cuesta concebir que alguien no sienta el deseo de tener descendencia.
Es difícil que alguien con hijos acepte esto porque se piensa que es un deseo inherente al ser humano y que es un instinto que todos debemos experimentar. En mi caso no es así. Ni fue producto de un episodio traumático ni consecuencia de una mala experiencia, simplemente jamás ha sido de mi interés. 

Sé que, como yo, hay más personas, tanto mujeres (quizá sean la mayoría) como hombres, que no sienten el deseo de tener descendencia. Esta determinación usualmente nos hace objeto de críticas y señalamientos, y para muchos resulta hasta una postura contra natura. Se piensa además que es una moda, una especie mainstream que se ha propagado en los últimos años y es muy probable que para muchos así lo sea. Pero en mi caso, como el de muchos, es algo que jamás me ha interesado. Ni me conmueven, ni me parecen un logro ni me gusta convivir con ellos.
Que quien quiera hijos los tenga con responsabilidad y se haga cargo de ellos, que los demás no tenemos por qué sufrirlos. Y que se nos respete nuestra decisión, que ni somos fenómenos ni personas amargadas.