Me gustan los
frutos jugosos como la mayoría de los cítricos. En especial me gustan las
naranjas, las mandarinas y las limas. Sin embargo, ese gusto tiene mucho que
ver con una peculiaridad en la manera que prefiero comerlos: en gajos.
Sí, prefiero
retirarles la cascara e ir comiendo gajo por gajo; morder de forma
individual cada lóbulo tibio y que con
la presión de mi boca éste reviente desprendiendo todo su jugo.
Sucede lo mismo
con la sandía o el melón. Éstos frutos tienen una característica similar a los
gajos de los cítricos que mencioné; la diferencia radica en que son, digamos,
carnosos. Pero al morder su carne irremediablemente discurren en jugo, un jugo
que no deja recoveco de tu boca sin inundar.
¿No sucede algo
similar cuando practicas cunnilingus a una mujer?
Quienes
gustamos de esa práctica sabemos que puede ser similar a comer una sandía sin
recato, sosteniendo de la cascara una generosa rebanada con ambas manos, en un
gesto casi equiparable a cuando rodeas los muslos para atraer hacia ti el monte
de Venus. Así haces con la sandía, la atraes hacia ti, comes y deglutes y es
imposible salir bien librado: el jugo rojo empapa alrededor de tus labios, la
punta de la nariz –casi es posible respirar el líquido-, y se escurre por tu
mentón, te llega a las mejillas y así tienes medio rostro empapado.
Algo similar
sucede cuando sitúas tu rostro en medio de las piernas de una mujer e intentas
devorarla.
Vas hacia ese
cuerpo a degustar sin recato -como debería ser el sexo-, a empaparte, lo sabes;
pero en el caso de la mujer se trata de un fruto perenne y por más esfuerzo que
hagas permanece ahí: infructuosa labor por ingerirlo, por exprimirlo todo. Puedes estar ahí un buen tiempo, como comiendo
una sandía o un melón tras otro. Y
terminas con la boca endulzada, desconcertado y satisfecho.
Desde esa
postura puedes ver los dos senos reposando a lo lejos, como cuando vas en
territorio llano y a lo lejos divisas los montículos a los que esperas
ascender. Montículos que tiemblan en cada espasmo, como hechos de arena fina
que se deforman al tacto pero que siempre vuelven a su estado original.
Cuando terminas
una sandía –comida sin recato, lo hemos dicho- te enjuagas medio rostro, o de
menos tratas de limpiarlo con un paño. Debe ser pronto, el jugo tiene la
peculiaridad de secarse rápido.
Cuando crees
que has hecho suficiente con una mujer, te comportas como un niño al que no le
importan las apariencias: dejas que los fluidos sequen –y secan pronto-, y
sigues, quizá a los montículos donde humedecerás un poco, donde terminará por
secarse todo ese líquido que llevabas en medio rostro. Es lo bueno del sexo,
pocas veces sabes lo que sigue: como un baile en el que el ritmo y la pasión
son las que dan paso a los movimientos, no al revés.
Hay quienes
comen sandía sin ensuciarse. A veces suelo hacerlo también: la pico en figuras
geométricas azarosas y las vierto en un boul; de ahí las voy tomando con un
tenedor. Un trabajo limpio.
Afortunadamente
con la mujer no es posible hacer eso. Las reglas del buen comensal no aplican.
Comes –o intentas hacerlo- directamente, sin cubierto de por medio, sin
modales, sin recato. Es la gula infructuosa, insaciable; acabarás con medio
rostro humedecido, pero está bien, es signo de que está bien. Comes como un
maldito hambriento, te ensucias, te escurre por el mentón; a ella no le
importa. Te insta a que sigas, sin modales, sin mantel, sin etiqueta. Y sigues.
Da igual. El líquido se seca pronto.
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