lunes, 4 de diciembre de 2017

La sandía y el cunnilingus

Me gustan los frutos jugosos como la mayoría de los cítricos. En especial me gustan las naranjas, las mandarinas y las limas. Sin embargo, ese gusto tiene mucho que ver con una peculiaridad en la manera que prefiero comerlos: en gajos.
Sí, prefiero retirarles la cascara e ir comiendo gajo por gajo; morder de forma individual  cada lóbulo tibio y que con la presión de mi boca éste reviente desprendiendo todo su jugo.
Sucede lo mismo con la sandía o el melón. Éstos frutos tienen una característica similar a los gajos de los cítricos que mencioné; la diferencia radica en que son, digamos, carnosos. Pero al morder su carne irremediablemente discurren en jugo, un jugo que no deja recoveco de tu boca sin inundar.


¿No sucede algo similar cuando practicas cunnilingus a una mujer?
Quienes gustamos de esa práctica sabemos que puede ser similar a comer una sandía sin recato, sosteniendo de la cascara una generosa rebanada con ambas manos, en un gesto casi equiparable a cuando rodeas los muslos para atraer hacia ti el monte de Venus. Así haces con la sandía, la atraes hacia ti, comes y deglutes y es imposible salir bien librado: el jugo rojo empapa alrededor de tus labios, la punta de la nariz –casi es posible respirar el líquido-, y se escurre por tu mentón, te llega a las mejillas y así tienes medio rostro empapado.
Algo similar sucede cuando sitúas tu rostro en medio de las piernas de una mujer e intentas devorarla.
Vas hacia ese cuerpo a degustar sin recato -como debería ser el sexo-, a empaparte, lo sabes; pero en el caso de la mujer se trata de un fruto perenne y por más esfuerzo que hagas permanece ahí: infructuosa labor por ingerirlo, por exprimirlo todo.  Puedes estar ahí un buen tiempo, como comiendo una sandía o un melón tras otro.  Y terminas con la boca endulzada, desconcertado y satisfecho.  
Desde esa postura puedes ver los dos senos reposando a lo lejos, como cuando vas en territorio llano y a lo lejos divisas los montículos a los que esperas ascender. Montículos que tiemblan en cada espasmo, como hechos de arena fina que se deforman al tacto pero que siempre vuelven a su estado original.
Cuando terminas una sandía –comida sin recato, lo hemos dicho- te enjuagas medio rostro, o de menos tratas de limpiarlo con un paño. Debe ser pronto, el jugo tiene la peculiaridad de secarse rápido.
Cuando crees que has hecho suficiente con una mujer, te comportas como un niño al que no le importan las apariencias: dejas que los fluidos sequen –y secan pronto-, y sigues, quizá a los montículos donde humedecerás un poco, donde terminará por secarse todo ese líquido que llevabas en medio rostro. Es lo bueno del sexo, pocas veces sabes lo que sigue: como un baile en el que el ritmo y la pasión son las que dan paso a los movimientos, no al revés.


Hay quienes comen sandía sin ensuciarse. A veces suelo hacerlo también: la pico en figuras geométricas azarosas y las vierto en un boul; de ahí las voy tomando con un tenedor. Un trabajo limpio.

Afortunadamente con la mujer no es posible hacer eso. Las reglas del buen comensal no aplican. Comes –o intentas hacerlo- directamente, sin cubierto de por medio, sin modales, sin recato. Es la gula infructuosa, insaciable; acabarás con medio rostro humedecido, pero está bien, es signo de que está bien. Comes como un maldito hambriento, te ensucias, te escurre por el mentón; a ella no le importa. Te insta a que sigas, sin modales, sin mantel, sin etiqueta. Y sigues. Da igual. El líquido se seca pronto.

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