Tenía yo 34
años cuando conocía Isabel a través de
Facebook. Por entonces yo estaba terminando una relación y ella se encontraba
en su proceso de divorcio.
Isabel era
cuatro o cinco años menor que yo y tenía dos hijos, una niña y un niño que no
pasaban de los diez años. Era originaría de la ciudad de México al igual que su
esposo. Ambos comenzaron su relación cuando ella aún era menor de edad, tenía
diecisiete años y él tenía alrededor de 25; ya siendo novios, un día decidieron
ir a vivir su tórrido romance a Tijuana, donde radicaron desde entonces. Al
paso de los años las cosas cambiaron y ellos también. Los celos, la rutina, el
aburrimiento, la indiferencia, quizá todo eso que normalmente erosiona las
relaciones, fue lo que terminó por hacer de su matrimonio una carga pesada
hasta que decidieron ponerle fin.
¿Quién era Isabel?
Era una mujer hermosa, de tez casi
blanca, casi rosada; con diminutas pecas claras como esparcidas en su rostro
por un pintor entendido en el arte de adornar con ellas las facciones femeninas.
El iris de sus ojos era color miel, y cuando su pupila se retraía al mínimo era
como ver dos diminutos panales asomando bajo sus párpados y brillando bajo el
sol. Tenía un rostro esquicito, de esos que no puedes dejar de observar, como
si hubiese sido el modelo de los tantos rostros de mujeres que pinto Estaban
Murillo. Mirian era alta, diez centímetros más alta que yo. De piernas largas,
brazos fuertes, caderas anchas y nalgas notables. Dejo a parte la mención de
sus pechos porque merecen una atención específica. Sus pechos eran pequeños
para una mujer de su estatura, aunque en otra mujer serían grandes. Eran de
piel clara y con un pezón apenas un poco más oscuro. Me gustaba verlos asomados
en el escote de su blusa, como dos lunas en cuarto menguante. Algo que adoraba
de ella era precisamente el gusto que tenía porque le acariciaran los pechos;
más que alguna otra mujer que haya conocido ella manifestaba abiertamente que
eso era lo que más la exitaba, al grado de poder tener orgasmos con sólo eso. Esto
era algo afortunado para mí, ya que teniendo unos pechos tan hermosos era
imposible no desear acariciarlos a cada momento.
Recuerdo una
tarde en la playa de Rosarito, Tijuana, en la que fuimos en compañía de sus
hijos. Nosotros nos quedamos sentados muy lejos de la playa mientras ellos se
divertían en el mar. Nos besábamos, nos amábamos. En la arena húmeda
dibujábamos nuestros nombres o nuestras iniciales enmarcándolas dentro de un
corazón: J'avais
dessiné sur le sable, Son doux visage qui me souriait, canta Christope.
En Rosarito la playa es fría así que íbamos abrigados ligeramente. En un
momento Isabel me dijo que mirara sus pezones erectos notándose a través de su
chamarra. Me preguntó si quería tocárselos. La playa estaba vacía así que se
colocó de rodillas frente a mí y se abrió la chamarra por en medio, me besó. Acerqué
mi mano a su seno y o presioné suavemente. Así era Isabel, con esa pasión, con
esa lascivia, con todo ese amor.
En el sexo ha
sido hasta la fecha la mujer más versátil que he conocido, sin limitaciones,
sin peros, sin recatos. Isabel era una dulzura en la cotidianidad, y una mujer
en extremo apasionada en el sexo. Reaccionaba a mis poemas con la misma
intensidad que reaccionaba a las caricias. No había puntos medios para ella.
Isabel me
visitó una ocasión en la ciudad de México, sin sus hijos. Recuerdo una mañana
en la que tras despertarnos decidimos bañarnos juntos. Cusa curiosa y notable
también, pues ni con la mujer con la que viví dos años llegué a hacer una ducha
juntos, simplemente nunca lo quiso. Bien, esa mañana nos duchamos juntos. Lo
que sucedió en la ducha fue algo que jamás había experimentado. Más tarde, ya
en el desayuno, me dijo que había tenido dos orgasmos seguidos. Esto no es jactancia
de macho; si Isabel logró tener dos orgasmos seguidos esa mañana no fue por mis
dotes de amante, sino por su pasión y entrega en todo lo que hacía. Cuando una
mujer se conoce, conoce su cuerpo y su sexualidad, el trabajo para llegar al
orgasmo es cincuenta del hombre y cincuenta de la mujer, por lo menos.
Yo fui dos
veces Tijuana y en uno de esos viajes visitamos el municipio de Tecate en
compañía de sus hijos. Debo hacer honor a algo, los hijos de Isabel eran unas
maravillosas personas. No había nada de incómodo en salir con ellos y parecían
aceptarme de buen agrado. Íbamos a las galerías de videojuegos, al cine, a
comer, a desayunar, al parque, a caminar. Me la pasaba muy bien en su compañía. Por tal
razón fue que no dude en considerar la posibilidad de vivir con ellos y de
traerlos a vivir conmigo a la ciudad de México. Avanzada ya la relación, que a
la postre duró cerca de dos años, tenía el deseo de hacer vida con ellos.
Ese día
viajamos en autobús de Tijuana a Tecate, uno de los muchos pueblos mágicos del
país. El clima era fío, con un cielo nublado y un poco gris. Almorzamos en un
restaurante en la plaza y después fuimos a caminar. En un punto encontramos
unos juegos infantiles donde hicimos una breve pausa. Ahí, mientras sus hijos
se divertían en los juegos, Isabel y yo disfrutamos de nuestra soledad,
besándonos, queriéndonos, abrasándonos bajo el frío y una pertinaz brizna que
comenzaba a caer sobre el municipio y que nos orilló a retomar la caminata
hacia la plaza. Una vez ahí compramos dos botellas de vino tinto y dos lingotes
de queso en una pequeña tienda artesanal. Después fuimos a una de las mejores
panaderías de Tecate, El mejor pan de Tecate, donde compramos unos panes que
hacían honor a la fama que tiene el municipio como uno de aquellos donde mejor
pan se elabora.
Ya cuando la
noche se acercaba consideré la posibilidad de que nos alojáramos en un hotel,
pero Isabel pensó que no sería buena idea por los problemas que eso pudiera
ocasionarle con su ex marido, así que tomamos el autobús y regresamos a
Tijuana.
Esta noche
mientras escribo y trato de rememorar aquellos momentos, la nostalgia se
apodera de mí. Ya sólo son recuerdos, como si hubiesen ocurrido en otra vida o en
un extraño sueño que se va difuminando al paso del tiempo. De pronto me parece
extraño pensar que en algún tiempo visité aquella ciudad en la frontera de
México y recuerdo la primera vez que llegue a Tijuana, sin lograr ser certero
en la época del año en que lo hice. Fue en la noche y Isabel fue a recibirme al
aeropuerto, yo la vi antes de que ella me viera a mí: estaba de pie, con su
largo cabello teñido de rojo acariciándole los hombros y la espalda. La miré de
perfil y me acerqué a ella. Nos abrazamos. Tomamos un Taxi y enfilamos hacia la
Avenida Revolución. A lo lejos, mientras descendíamos por las colinas, miraba
a la distancia las centenares de luces
encendidas en la ciudad. El Taxi nos dejó en alguna calle cuyo nombre no
recuerdo y de ahí caminamos a un pequeño parque donde nos sentamos en una
banca. Esa noche Isabel y yo nos besamos por primera vez.
A mí regreso de Tijuana, tras esa primera
visita, una tarde Isabel me mando decir en un mensaje que tenía ya dos semanas
de retraso en su periodo menstrual. Hasta entonces se me ocurrió preguntarle si
no estaba ya operada; me dijo que no. Con mis parejas formales son con las
únicas con las que llego a mantener relaciones sin preservativo y con ella no
fue la excepción. Isabel estaba sorprendida y contrariada, lo que me preocupó.
Entré en un estado de ansiedad extrema a tal grado que me fue imposible seguir
conduciendo y decidí orillarme. Por un instante vi toda mi soltería y las
libertades que eso implicaba, terminadas. Al principio me invadió el miedo, lo
reconozco, pero al paso de los minutos, al ir imaginando mi vida con ella, todo
el miedo se tornó en alegría. Llegó el momento en el que la idea comenzó a
gustarme. Si algún día tendría un hijo o hija, qué mejor que con una mujer como
ella, pensé. Isabel era una mujer maravillosa, inteligente, entusiasta, amena y
hermosa. Pero sobre todo yo la amaba. Pensar en un hijo con ella fue motivo de
alegría. Se lo hice saber y acordamos en esperar, en no adelantar vitóres. Era
evidente que ella experimentaba la misma alegría ante la sola idea de que tuviéramos
un hijo en común. Sin embargo, a los pocos días me notificó que su periodo
había llegado.
Yo amaba a Isabel
y pasábamos el día entero enviándonos mensajes, charlando y, ya en la noche,
conversábamos al teléfono largo rato. Fue un amor a distancia, un amor que se
concretó y que no quedó en la lejanía. Nos vimos, nos escuchamos, nos
respiramos, nos sentimos, nos besamos, nos amamos. Le escribí innumerables
poemas y cartas. Estaba dispuesto a darlo todo por ella y lo hice en la medida
que fue posible. Ella, Isabel, ha sido una de tres mujeres hasta hoy con las
que he experimentado ese deseo de vivir eternamente. Aún hoy pienso que las
cosas hubieran funcionado de haberse concretado. Aunque no lo sé.
No fue el
tiempo, fueron las circunstancias respecto a algo en mí que mucho después logré
entender: mi desinterés por los niños. Es algo común que las mujeres pongan a
sus hijos antes que todo, y eso he tardado en comprenderlo o en querer
comprenderlo. Ahora lo sé y por eso he decidido ser más prudente en mis
relaciones con las madres solteras al grado de mejor procurar evitarlas. Para
una mujer soltera y sin hijos es más fácil tomar ciertas decisiones, sólo tiene
que pensar en ella misma. Una madre soltera no, siempre antepone la integridad de sus
hijos y esto dificulta y reduce su campo de acción. Isabel no pudo responder
como yo, en mi egoísmo e incomprensión, esperaba. Ese error de mi parte, más
otros míos y de parte de ella, fueron mellando nuestra relación. Aunque quizá
sólo era la caducidad a la que llegan las relaciones, quizá fuimos descubriendo
cosas que no nos gustaban el uno del otro; no lo sé, pero al final pasábamos
más tiempo discutiendo que hablando sanamente. Aquello se apagó como un leño al
que no se le alimenta más.
Un día todo
terminó.
Meses después Isabel
llegó a vivir a la ciudad de México con sus hijos a casa de su madre. Al fin se
había separado de su esposo. No pude evitar pensar en que quizá debí haber sido
más paciente.
Una noche fui a
visitarla. Nos tratamos como dos amigos lejanos, como si el pasado nunca
hubiese existido. Fue la última vez que la vi. Meses después me enteré que su
ex esposo había venido a buscarla a la ciudad de México y habían arreglado sus
diferencias; ella volvió a Tijuana con él y rehicieron su relación. Sé que
ahora viven felices. Me da por pensar que mi intromisión en su vida fue una
especie de sacudida y que de alguna forma les hiso ver que perderse el uno al
otro no era lo mejor. Quizá las parejas a veces necesitan alejarse el uno del
otro, darse un respiro; no son pocos los matrimonios que tras una infidelidad
–aunque en este caso no fue tal, pues ellos ya estaban divorciados- rehacen su
relación con más fuerza.
Me alegra saber
que están bien ambos, que recuperaron lo que habían dejado morir. Ahora que
escribo esto, han pasado cuatro años desde entonces y como a todas las mujeres
con las que he tenido relación alguna, le guardo un profundo respeto. Isabel es
una gran mujer y agradezco haberla encontrado en mi vida.